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Caminar el domingo

11:40hs
domingo 29 de julio, 2018


Por Juan Francisco Klimaitis


Tal vez haya alguien que pueda haber dicho que para caminar se necesita un tiempo distinto al resto de las horas. No lo sé, sinceramente. Pero no ignoro que hay instantes en que es preciso refugiarse en la marcha, solitariamente, como quien se retira a un santuario para reflexionar o quizá para sentarse a la vera de un espejo de agua y advertir cómo flota con mansedumbre, la roja boya de la espera.

Sin embargo creo, sin pretender imponer, que hay momentos en los que una persona merece la flexibilidad que otorgan las piernas en movimiento, para salir a recorrer veredas y calles aún innominadas. Y un domingo cualquiera, temprano siquiera, es ideal para olvidarse del trajín de la semana y abandonarse a la soltura de la libertad sin fronteras, en una peregrinación al silencio o lo que es lo mismo, al soliloquio con sus propios pensamientos.

Andar con la comodidad de sentir el fresco de la mañana, cuando aún el organismo social duerme o se espabila con el aroma de un café reciente o el mate humeante. Cosecha de circunspección que el andariego recoge para su morral de recuerdos, vivencias y tribulaciones por venir. No interesa la estación para vislumbrar el calor por llegar o la gelidez que reclama la bufanda protectora. Es tan sencillo como dejarse llevar, paso a paso, por el deseo de disolver las dudas, borrar de la conciencia temporal los días e ingresar en la memoria que busca el origen de las cosas que proviene de la mirada, del oído y tal vez, olfatear rituales domésticos arrinconados en una fisura del espíritu.

Es descubrir en la perspectiva de la aldea, fenómenos que han ocurrido en la noche, misterio de sucesos y personajes que han pernoctado en las sombras, dejando su matriz indeleble al ojo sutil del viajero, realidades que huyen de la luz del día por temor, vergüenza o nada más que resultados de profanas costumbres de grupos humanos despojados de todo atributo comunitario. Aún más, es la silente bizarría que acompaña el itinerario de quien añora la serenidad, el aire con prístina pureza sin trazas de odio semanal, sin aceras con rodar de crecientes automóviles o el tronar insultante de los escapes de una moto adolescente; es gustar el fluido de las veredas francas para su tránsito, así como esa levedad de las fantasías propias del horario y los ignotos hallazgos que van dejándose ver al hombre a medida que navega con su nave de ilusiones y quiere encontrar paz, jardines inmigrantes con flores amanecidas de color y rocío, mutismo de perros dormidos y ausencia de disonancias melódicas.

Pero también es observar procaces pasacalles con antiguos textos de “novísimos” proyectos partidarios sobre idearios, seres y plataformas una y otra vez repetidos, que inevitablemente provocan una irónica sonrisa al pasar; nubes distantes que gustan dibujar grotescos titanes, gacelas huidizas al río cercano o galeones piratas con velamen desplegado; veletas que señalan rumbos marchitos; modernas residencias de rutilante pintura, vacíos de terrenos que dejaron de existir y frentes de chapas oxidadas, prontas a sucumbir en la fragua del cemento; papeles escolares que han rodado cuadras para caer en la negrura de una bolsa municipal; blancas gaviotas en sumisa parsimonia hiriendo tramos de límpido cielo; un sol levantándose sobre techos vecinos o una niebla que moja dócilmente la ropa, empapando con una mayor calma el discurrir del tranquilo peatón. El firmamento mixto de cualquier ciudad que vive el contexto de un descanso.

El domingo es contemplativo en su inmaduro reloj, es la cavilación que trasciende la caminata sin destino cierto y el preludio de palabras dichas para sí en la holgura de la distancia a recorrer. Placer de un ejercicio de recogimiento práctico sin ningún propósito material, apenas un disfrutar del ser y su permanencia en un espacio llamado pueblo, recreo de manos libres balanceándose sin razón alguna, diálogo sin lenguaje con los elementos de la travesía para darles formato e incorporarlos a la trama utópica de una conversación con terceros. O apenas mucho menos, pero es igual.

El domingo es un día diferente. Vivirlo en la rutina de sus mañanas, es sabernos partícipes de la elocuencia de su mensaje, mudo pero erudito y jamás autoritario. Caminarlo en soledad es la necesidad de una intensa búsqueda: la del propio yo y su creencia. Es la pausa de la auténtica armonía interior, muy lejana del opio de toda política.

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