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Berisso y su memoria

El silencio de un barrio

13:18hs
sábado 11 de noviembre, 2023


Por Juan F. Klimaitis / [email protected]


Un barrio es una comunidad constituida por vecinos en su plataforma más pujante. Es la base sobre la cual se organiza un pueblo que tiende a crecer para convertirse en ciudad. Berisso no es la excepción a esta regla; más bien, es un magnífico ejemplo de cómo debería ser un mundo interconectado, incluso en su pequeña expresión dentro del amplio espectro de una nación. Y no solo se trata de sus habitantes, sus personas, sino también de sus emprendimientos en forma de comercios locales. Por lo tanto, merece la pena rescatar del olvido las experiencias de un barrio, en este caso, el inicialmente llamado Villa Banco Constructor, con su característico club, la escuela 88 (hoy 3), el almacén de Carlitos Pomi, el de la familia Kaltakian, el quiosco de Skikas, la verdulería de Antimi, la carbonería de Zagorsky, el bar «El Gauchito», la panadería de la “Pancha”, la electricidad de Paoni, Scop y sus artículos del hogar y la emblemática lechería y rotisería «La Coqueta». Todos ellos fueron hitos de una forma compleja pero sencilla a la vez, de relacionarnos como sociedad en aquellos años de la segunda mitad del siglo XX.

La existencia, sin embargo, está regida por sus propias normas, a las cuales, aunque no lo deseemos, el destino nos obliga a seguir, y siempre resulta ser una imposición ineludible y dolorosa. En este momento de remembranza de lugares, momentos y personajes, es necesario retroceder en el tiempo hasta un mes después de la partida de un hombre que ocupaba un lugar fundamental en nuestro paisaje barrial y comercial: Héctor Ricardo Marziflak, conocido cariñosamente como «el Hétor», como solíamos llamarlo en puro lenguaje infantil y en la aún creciente adolescencia.

Con sus lúcidos 84 años de edad, nos dejó la seguridad de haber sido un magnífico «tipo», como diría con precisión y sabia dignidad el destacado escritor, periodista y humorista uruguayo, Wimpi. Este término indiscutiblemente captura la maestría de describir toda una vida dedicada al servicio de la humanidad, imbuida de humildad, naturalidad y claridad de conciencia. Héctor se autodenominó «rotisero» desde sus primeros años de juventud, cuando abandonó sus estudios en el Colegio Nacional para unirse a su madre en el negocio de la lechería, una de las tres que existían en el prístino Berisso.

Habíamos sido encargados por nuestras madres, y junto con los niños del vecindario, de asumir la “penosa” tarea de llevar el tarro lechero de aluminio. Nos sentíamos abrumados por la vergüenza al enfrentar lo que considerábamos una «bajeza», pero era necesario para comprar la indispensable ración diaria de leche, esencial para nuestra alimentación. Ahí estaba Héctor, junto a su simpática madre, listos para atendernos y servirnos el preciado sustento blanco. Con humildes monedas en mano, retribuiríamos el valor de la leche producida por una vaca… ¡No teníamos otra opción; teníamos que hacerlo!

Héctor creció junto a nosotros, siempre presente, con una sonrisa en el rostro y una actitud atenta. Pasaba sus días detrás de una «chancha» de unos 20 litros de leche, dispensando lo que se le pedía en una pequeña mesa con un agujero en el centro, un embudo necesario y una taza debajo para atrapar esas rebeldes gotas que parecían escapar, perjudicando tanto al negocio como a los clientes. También pasó años tras un mostrador, cuando la lechería se transformó en «Autoservicio 015», brindando atención a los compradores junto a su esposa, la querida Alicia.

Su matrimonio le brindó la inmensa fortuna de tener dos hijos: Elina y Claudio, ambos profesionales que surgieron del histórico mandato de los inmigrantes, en este caso, ucranianos, quienes aspiraban a que sus descendientes contribuyeran a hacer de Argentina un lugar donde vivir mejor. Estos expatriados europeos, después de haber vivido en una Europa marcada por las guerras, anhelaban construir en Argentina una nueva esperanza de paz. De esta luminosa expectativa, surgieron varios nietos, como retoños de un árbol que Héctor supo regar con el generoso sudor de su trabajo y honestidad mediante.

Cuando los años se sumaron a su propio tiempo, Héctor, habiendo ya cumplido con su íntima misión de sostener el calendario de todo comercio, buscó refugio en la jubilación, tan merecida como necesaria. El cuerpo tiene sus propias demandas y él lo comprendió en el momento preciso. La lechería, conocida por todos como «La Coqueta», después de décadas de cambios y adaptaciones a la modernidad, finalmente tuvo que bajar su cortina metálica para siempre. Fue una decisión dolorosa que todo hombre debe enfrentar en algún momento de su recorrido por la vida. Héctor lo hizo con el valor necesario y el orgullo de haber tomado la decisión correcta, cambiando su ocupación de comerciante por la de un amable ciudadano. Era ese mismo que salía todos los días a la vereda para saludar a sus vecinos, recorrer cuadras con su bolsa de mandados esenciales y realizar las compras necesarias como cualquier otra persona. Lo hacía con la frente en alto, con orgullo y valentía, sin temor a críticas, deudas o haber ofendido a sus semejantes.

Hoy, que ya es un recuerdo, Héctor todavía persiste en el barrio. Pero ha dejado un silencio, una voz callada que no podrá ser reemplazada. Cada individuo es único, con características propias. Y él, con sus gestos y su lenguaje exclusivo, seguirá pasando a nuestro lado, un espíritu etéreo que alguna vez supo tener la probidad de recrear un espacio superior. Y será un único saludo el que nos daremos: un “Hola, Héctor” …, para seguir camino.






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