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La palabra de Dios, de Centroamérica a Berisso

11:12hs
domingo 14 de enero, 2024


El padre Gustavo Rubio, párroco de María Auxiliadora, comparte vivencias de 25 años de sacerdote, en los que cumplió tareas de apostolado en el área de Tijuana y pueblos de Haití.


Carlos Gustavo Rubio es para todos el ‘padre Gustavo’ y desde 2010 está al frente de la parroquia berissense María Auxiliadora, cuya comunidad lo agasajó hace apenas unos meses, al cumplirse 25 años de su ordenación.

Así como la vida lo trajo a Berisso, en su dilatada trayectoria -y en una fase muy poco conocida- lo impulsó a desarrollar actividades como pastor de la Iglesia católica en conflictivas ciudades de México o en Haití, en años particularmente duros para la siempre castigada nación centroamericana.

Rubio nació en la ciudad de La Plata el 15 de agosto de 1966 y es el mayor de tres hermanos del matrimonio que conformaron Carlos -ex-empleado de la vieja empresa estatal de energía eléctrica SEGBA- y la docente María Luz Dimarco.

Durante algunos años, la familia residió en la localidad de Verónica, lo que posibilitó a Gustavo vivir una infancia muy feliz, en la que no faltaban oportunidades para ‘jugar a ser sacerdote’ en altares improvisados.

Las mudanzas determinaron que su formación fuera perfilándose mediante la asistencia a distintos jardines de infantes, escuelas primarias y secundarias. Ya en los albores de la adultez, por un tiempo trabajó cumpliendo tareas de cadete en el Laboratorio Roche, hasta que su destino encontró un camino definitivo mientras estudiaba Historia en el Instituto Terrero.

“Allí me vino este pensamiento de ingresar en el Seminario y decidí sumarme a una congregación religiosa llamada Los Padres Misioneros de la Caridad, una Fundación de la Madre Teresa de Calcuta”, cuenta.

A través de dicha Hermandad, llegó en 1989 a Tijuana, ciudad del noroeste mexicano próxima a la frontera con Estados Unidos del lado del Océano Pacífico. Allí, la congregación tenía su casa principal para recibir a los aspirantes.

“Una vida muy dura. Teníamos estudios y una actividad de apostolado también exigente. La rutina era totalmente la de un monje: vivíamos en comunidades, nos levantábamos a las cuatro de la mañana, con horarios estrictos. Después del desayuno comenzábamos las actividades”, rememora.

En su tarea de apostolado fue enviado al Hospital de Tijuana a trabajar con personas afectadas por el SIDA, en tiempos en los que todavía no se habían desarrollado medicinas para contrarrestar el síndrome y se mantenían dudas sobre sus formas de contagio.

“Se trataba de personas mexicanas o de otros países de Centroamérica que eran deportadas desde Estados Unidos cuando se confirmaba que tenían esa enfermedad. Se los denunciaba ‘ilegales’ y se los pasaba para Tijuana. Eran personas que morían en ese sitio. Nuestra tarea era acompañarlos, conversar con ellos. Lo triste es que en su mayoría eran jóvenes que fallecían rápidamente sin poder ver a sus familias”, apunta, vívido el recuerdo de un hombre que luego de trabajar 20 años en un restaurante de Los Ángeles y llegar a ser su gerente fue deportado cuando se conoció que tenía SIDA.

Luego de tres años en ese destino, Rubio fue enviado a la ciudad de Mexicali, otro sitio de frontera, a unos 200 kilómetros de Tijuana. Allí completó su formación teológica y fue ordenado diácono, colaborando varios años en la Iglesia Inmaculada Concepción y más tarde en el Introductorio del Seminario Mayor de Mexicali.

“La situación allí también era complicada, porque había mucho narcotráfico y tráfico de personas. Les prometían pasar a Estados Unidos pero en verdad los dejaban tirados en el camino; muchos se perdían y otros morían. Nuestro apostolado era estar junto a esa gente. En estas dos ciudades era terrible el tema de la droga y casi no había institución que no estuviera corrompida por el narcotráfico. Había que tener mucho cuidado. A los curas nos respetaban, pero no les gustaba el trabajo que hacíamos”, indica.

Todavía en tierra mexicana, su tercer destino fue San Luis Río Colorado, a unos cien kilómetros de Mexicali. Con otro cura se hizo cargo del Seminario Menor. “Era un nivel secundario al que los padres enviaban a los pibes que se portaban mal. Eran buenos chicos y en la actualidad tengo contactos con ellos por medio de un grupo y han hecho su propia vida. Me emociona cada vez que nos conectamos”, revela.

Tras un impasse en el que retornó a La Plata para compartir la ceremonia de Ordenación con su familia, volvió a San Luis, en donde vivió otros quince años. El impulso por volver lo sintió en 2001, frente a la crisis argentina que vio por televisión. “En 2003, Monseñor Aguer me recibió y me encomendó en la Diócesis de La Plata. Estuve como ayudante en la Parroquia de La Salud en Los Hornos. Después falleció el padre Carlitos Cajade y me tocó reemplazarlo en la primera parroquia que tuve a cargo, la de la Santa Cruz. Ese también fue un desafío importante, por la figura gigante de Carlitos Cajade. Fue otra gran experiencia en un barrio también muy pobre”, define.

En paralelo, Rubio cumplía funciones como Capellán del Regimiento 7 de La Plata, lo que en 2009 lo acercó a la posibilidad de integrar la delegación de Cascos Azules en Haití. “Me propusieron ir para acompañar a los soldados y estuve seis meses en la ciudad de Gonaïves y la de Puerto de Paz, en el norte del país. Fue otra experiencia muy dura que nos sirvió a todos para madurar y crecer”, explica.

Como Capellán de la delegación de unos 500 integrantes, su rol solía ser de enlace con instituciones civiles como cárceles, colegios y ONG’s. “Tuve la dicha de viajar mucho por allá. Vi una realidad dantesca, terrible. Nunca pensé que vería a seres humanos viviendo este tipo de cosas. Con nosotros había un médico que era muy joven y arriesgado; lo acompañaba en sus salidas para entregar medicamentos o hacer operaciones. Rescatamos pibes de un falso orfanato, lugar en el que en realidad se los vendía a otros países como EEUU. Fue muy fuerte para todos, incluso para los soldados”, narra al evocar aquellos meses.

Se trata, afirma, de experiencias de formación que lo pusieron cara a cara con el sufrimiento y las carencias extremas de las personas. “Nunca imaginé vivir este tipo de experiencias cuando me inicié en el sacerdocio. Me siento muy bendecido. Si bien es duro, eso te obliga a crecer y a comprender las realidades, te sirve para trabajar con gente que enfrenta necesidades: uno sabe que ahí está un Cristo sufriendo que te pide una mano. Creo que ellos veían también en nuestra figura de curas un lugar de paz. De todos modos, que quede claro que es más lo que uno recibe que lo que da. La gente te da mucho en afecto, en espiritualidad. Conocí gente divina, que quiero y me llenó el corazón”, pronuncia. “Nunca fui a Europa, nunca fui al Vaticano, pero creo que el camino que Dios trazó para mí me hizo muy bien y no me arrepiento de haberlo transitado”, subraya también.

Concluida esa misión, retornó a su parroquia en La Plata y pocos días después fue designado párroco de María Auxiliadora de Berisso, lugar en el que se siente a gusto. “Estoy bien con mis cosas, aunque en estos tiempos la vida religiosa es difícil para la gente y para nosotros por el mundo en el que se vive. Aprendí a escuchar y eso la gente lo agradece. Me llaman del hospital y me gusta esa tarea de hablar con el enfermo o su familia, como aquí mismo en la parroquia con la gente que se acerca a compartir su vida espiritual”, describe.

Con 57 años, el padre Gustavo se siente cómodo en Berisso. “La gente no viene tanto a misa, pero en la comunidad me conocen y eso hace que me sienta parte y en familia. Nada es seguro en la vida de los curas, pero ojalá que Dios me deje aquí hasta que me muera, porque estoy muy feliz”, asegura.

Junto a situaciones trágicas como las repasadas, sus años de cura también le depararon intensas alegrías, entre ellas un encuentro con Diego Maradona en 2019, quien pidió que lo bendijera en días en los que perseguía el anhelo de alcanzar su paz interior.






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