Por Marcela López (*)
Siempre me gustó empezar el ciclo lectivo.
El olor a útiles nuevos, la emoción por saber qué maestra me tocaba, el guardapolvo recién planchado y el peinado de mamá cómo nunca.
Se ve que a lo largo de los años todas esas imágenes que fui recolectando hicieron magia y me convertí en docente.
Como ‘seño’ la cosa no cambió demasiado. Las “cosquillas en la panza” seguían allí y el discurso sólo transformó una frase de las de arriba, ahora la emoción pasa por imaginar el grupo o lidiar con el discurso que pasó la compañera que “los tuvo” el año pasado. El resto es pura esperanza y brillo del famoso primer día de clases.
Hace 10 años fui mamá y desde hace 4 u 8 (depende desde cuando contabilices) acompaño a mi hija mayor en sus primeros días de clase. Intento que ella también coleccione momentos memorables. Entonces el ritual de elegir algo para estrenar, ponerle a todo su nombre y apellido, revisar si no falta nada y alguna otra cosita que siempre se suma, me renueva el hormigueo… Supongo será algo así como esa chispa que, según dicen, sienten los cantantes antes de salir al escenario. Es hermoso sostener su mano como lo hacía conmigo mi madre y como sigo haciéndolo con mis alumnos al hacer la fila para entrar al salón.
Me gusta pensar que muchos de ustedes sienten lo mismo y que compartimos la sintonía de la gratitud puesta al cien en una educación que sólo nos transmite fe, porque sabemos en definitiva que es el motor que mueve al mundo.
¡Gracias por leerme!
(*) La autora es mamá de 2 peques, docente, profesora en Ciencias de la educación y Coordinadora de @r_e_c_r_e_o, espacio interdisciplinario en Berisso.
