Por Ángela Gentile
Hablábamos de poesía, Rubén nuestro amigo recorría con esa voz grave de poeta eterno, la ciudad: “A mi Berisso, humilde y proletario, capital del sudor y la nostalgia, del semen fundidor de antiquísimos genes que en la sementera de los vientres fecundos ha generado ya una nueva raza”. Y nosotros sabíamos que su olfato seguía la palabra regional, costumbrista, propia y silenciosa cuando evocaba en su poema “Vino de la costa”: Los dioses primitivos, protectores de la siembra, / velan en el monte antiguo la espera de la cosecha,(…). Esa antigua vigilia fue parte de tu nombre cuando entraste en lo no dicho: “con su magia de alquimistas los hechiceros del vino”. Y así rondando las neblinas y las humedades nos hiciste más berissenses, si esto era posible, cuando en aquellos multitudinarios recitales de poesía del taller literario Almafuerte, te plantaste como los sabaleros que tanto amaste y pronunciaste “Mi paisaje”: El mío es un paisaje que no tiene altas cumbres, ni puros manantiales, / ni cielos fulgurantes, ni mares majestuosos. / Tiene un cielo bajito y neblinoso / que hace opaca la luz de las estrellas (…). Versos únicos de alguien que amo este pueblo, de ese POETA que discutía Sartre y buscaba la ciudad; que volvía por las calles adoquinadas masticando una línea de Trakl o de Juarroz. Rubén, poeta, hablo en un nosotros porque aún seguimos siendo tus amigos, los mismos en esencia; los que sabíamos que estabas, los que te extrañarán pero que pueden encontrarte en ese “río tan ancho que no alcanza a divisarse la costa del oriente”.
